AQUELLOS OJOS GRISES


(Breve experiencia de lectura dedicada a la memoria de Liliana Bodoc)

Nadie llora por que sí. Ninguna lágrima vertida es casual, ni por asomo llorar expresa un sinsentido. Hay lágrimas que se escapan de cansadas no más, lágrimas de bronca parecidas a las piedras. En la escuela nuestra de cada día, las lágrimas caen por razones lógicas (o más o menos lógicas): se llora el enojo, el dolor físico, la burla se llora, se llora la risa, se llora la ausencia. Pero hay otras… hay otras que vienen del mar profundo que nos habita, y que ebullen como el eco de un laúd bien ejecutado. Los músicos y los poetas saben dónde están las cuerdas que dan las notas justas. Esas lágrimas valen como todo el oro de los tigres.
Pasa cuando nos visita la poesía que entonces también se llora de alma (después arreglo cuentas con mi ateísmo y esta palabrita… otro día). Cuando por ejemplo dejamos que las palabras de la Gran Liliana Bodoc nos copen el aire y nos dejen ahítos de belleza y dolor, moqueando sin más. Ahí caemos en la cuenta de que estamos frente a un acontecimiento. Algo distinto a lo habitual, algo sobre lo que necesariamente podemos y debemos reflexionar, algo que nos permite recuperar el aliento extraviado y luego las ideas, reformular el sentido de las cosas, sumergirnos de cabeza en la vida.
Tal vez porque no sé cómo hablar de ciertas cosas si no lo hacen por mí otras u otros que encontraron las palabras necesarias. Tal vez porque las pibas siguen faltando de sus casas, elegí el cuento “Caramelos de fruta y ojos grises” de la Gran Liliana. Son de esos relatos que te dan la estocada precisa, pero sin golpe bajo, sino a la altura del mentón. De una factura inobjetable, aceitada, pulida. Pleno de verdad y de verdades. Desprendido de moralina y del realismo para pibes que tanto despacha cierta línea editorial infumable.
La trama (para quiénes no lo leyeron) es simple. Dos hermanos, un niño, el mayor, y una niña, venden caramelos en la calle. En el camino de regreso a su casa más allá de los suburbios, deciden jugar en la plaza. Mientras el hermano mayor se desprende de la vigilia en una siesta, la niña pequeña desaparece en una atmósfera atravesada por los secuestros de niños y niñas, que hoy y ayer podemos leer en clave de trata, de pibas que se lleva la tranza mafiosa tutelada por la cana, respaldadas por la política más rancia y la justicia más ciega.
Estábamos en la biblioteca, alejados del mundanal ruido, en los altos del edificio escolar (es un piso nomás, pero para mí es la torre de un castillo en la Tierra Media) cuando llegué al silencio del final, sin aditivos. Las lágrimas, que ya habían abarrotado las ventanas de sus ojos, cayeron sin represa. Para ese entonces habíamos leído otros cuentos del mismo libro (Amigos por el viento), pero ninguno había revuelto tanta marejada.
Es por demás curioso, todo lo que nos habilitó después (ni cuento lo que había planificado porque quedaría en ridículo): no hizo falta que les preguntara por qué había desaparecido la Magui; ellas y ellos dispararon: “El hermano tiene la culpa”, “porque el hermano se quedó dormido”. Todos, dijeron eso: toditos, todas. Les pedí a cada uno y a cada una que repasaran conmigo el contexto en el que se desenvuelve la historia, la situación en la que se nos da a entender cómo viven y quiénes son la Magui y Tomás. Luego, les pregunté: “Si no hubiera secuestradores, y Tomás se hubiera quedado igualmente dormido en la plaza, ¿Magui también habría desaparecido?”. Ahí cayeron los primeros “Aaaaahhhh, nooooo”. “Entonces la culpa la tienen los que la secuestraron”, comenzaron a decir. Y si cualquiera de nosotros se queda dormido cuando está cuidando a una hermana menor, y alguien viene, se la lleva a propósito, y nosotros somos conscientes de que existen los peligros y los hombres malos ¿la culpa sigue siendo nuestra? ¿Los que nos quedamos dormidos en la plaza nos merecemos la desaparición de una hermana menor? “Aaaaahhhh, noooooo”. Y así, por esos carriles anduvimos, desandando la moral que protege a los hombres malos y culpa a los y las inocentes. No sin vaivenes; por suerte con vaivenes, por suerte con preguntas y con silencios, con un respeto muy serio. También con la seguridad de que esto es apenas una puerta abierta para ver el mundo de otra manera y para hacerlo mejor, si nos da la fuerza.
El texto tiene imágenes (literarias) que nos hicieron detenernos. Sacarles el jugo. De por sí, el hecho de que los dos niños trabajen en la calle da para todo un análisis, pero no nos fuimos por ahí. No fue el eje. Reconstruimos por ejemplo ese pasaje donde Tomás le habla a un cartel de propaganda en el que hay un Superman y le pide ayuda para encontrar a la Magui. Reconstruimos el significado de esa escena, repusimos el sentido de la “desesperación” para el que la autora no utiliza nunca la palabra ´desesperación´, sino todo un artificio mucho más complejo, un juego con lo fantástico. En una pausa, Ali, que se quedó con lo suyo, sonrisa adentro, ceño adusto, me preguntó si el texto era de la época de la dictadura. Le dije que no, que era mucho más actual, pero que el camino que hizo ella para llegar hasta ahí valía un montón porque eso es leer: hacer caminos.
Una vez que ya todos estábamos en un piso de igualdad en tanto nos habíamos apropiado de los problemas que nos presentó “Caramelos de fruta…”, les formulé tres preguntas: “¿Les gustó?” A lo que la mayoría dijo casi previsiblemente que no, pero no era un “no” cualquiera. Vean… “¿Les parece un buen cuento”?, pregunté. A lo que la mayoría dijo que sí, de una, y eso nos abrió pasó a la pregunta final. “Entonces, ¿lo recomendarían?”… Y claro, el sí, el cómo y el porqué lo recomendarían se los comió la hoja, y en eso andaremos trabajando un poco en los días por venir.
Me quedo con las palabras de Ema, que con vergüenza, pero con seguridad expresó el deseo de todos, que no es un deseo estético ni literario ni ficcional:
“Que cada lágrima nuestra sirva para que haya una segunda parte en la que Magui vuelve.”
Pienso, no será literario el regreso de la Magui. No lo hubiera escrito la Gran Liliana tampoco y si hubiésemos podido preguntarle, nos habría enseñado por qué como enseñaban antes los maestros a sus aprendices a cocinar un pan.
A mí me suena a que, de este lado de la orilla, nosotros y nosotras recuperaremos a todas las pibas para que escalen y se deslicen por los infinitos toboganes, y asuman las plazas, las calles y sus cuerpos como territorio de plena libertad, con el sol de cobija y por qué no, de siesta mansa.  Y que los caramelos sean para ellas y para ellos sólo un tesoro que se regala.

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