LA DICHA DE ENCONTRARSE



"Juan Azurduy", Ilustración de Pitu Saá

¿Dónde empieza nuestra patria? ¿En la arbitrariedad de una fecha? ¿En las guerras, en la Plaza Mayor con sol o con paraguas? ¿Empieza en Haití, donde los negros y las negras rompieron sus cadenas? ¿En Chuquisaca, empieza? ¿En una jabonería de Buenos Aires? ¿En las minas de plata del Potosí o en los Valles Calchaquíes? Tal vez en todos esos lugares, colocados como radiografías, una sobre la otra, opacando y borrando el origen, hasta formar un cuerpo con todos los fragmentos.
Quizá hoy la patria comience en otro lado, que no es un lugar geográfico ni es un punto en la línea de tiempo. Quizá, la patria empieza en un espejo. En un espejo donde queremos y podemos mirarnos de cuerpo entero. La escuela puede ser portadora de ese reflejo o taparlo con una manta. También la academia puede tapar, también los medios. Seguro que la calle colmada de pañuelos es un indicio de que el espejo ha cambiado para siempre. Habrá instituciones que taparán ese espejo, habrá quienes nos encargaremos de develar todo lo que deba develarse. Porque la historia, incluso la historia de estas palabras, está imbricada en el tiempo que nos toca vivir y nos devuelve una imagen nueva de lo que fuimos y de lo que queremos ser…
…Érase un día de aquellos en que el proyector de la sala de informática y las computadoras nos recibían de brazos abiertos, plenos de wifi y amistosos con lxs torpes humanos y humanas. Cada niño y niña tomaba su lugar en una silla dispuestos y dispuestas a mirar los pixeles de una pantalla enorme con una serie de indicaciones del maestro. Era un día de otoño, era un 24 de mayo. Habíamos elegido seguir por el camino de la imagen y el sonido, lo que había comenzado en la palabra escrita. Habíamos pautado ser espectadores frente a una reconstrucción documental con aires de ficción. El material: el Capítulo I del ciclo “Ver la historia”, titulado “El pueblo en armas”, que condujo el historiador Felipe Pigna. Un fragmento, apenas veinte minutos de los cincuenta y pico que dura el video.   
Todo empieza en un derruido tablado donde espectadores y protagonistas se alternan los roles. Un tipo flacucho del público mira y escucha la historia de un abogado rebelde para luego encarnar a un Mariano Moreno que deja su último aliento en altamar. Un hombre entrado en canas se remuerde los labios cuando fusilan a Liniers. Le duele porque Santiago de Liniers es él mismo en la butaca y en los montes de Cabeza de Tigre.
Andábamos entre cañonazos y sables, resoplidos de corceles y escenarios de reconquistas y cabildos. Hasta que en primer plano aparece ella. Una mujer morocha, fusil en mano, vistiendo uniforme de soldado. La cara expectante, rodeada de tipos también endurecidos por la inminente batalla, mira hacia el cielo de noche, escucha los truenos que anticipan la tormenta, presiente la sangre. Se intuyen órdenes próximas de avanzada: ¡Carguen… desenfunden… vamos! Choque de metales y de pólvoras envuelven la atmósfera en su propio lío de mutilación y muerte. Nada es del todo explícito. Nada, salvo los gestos mínimos y el primer plano de esta mujer aferrada a su fusil; su pelo recogido, los ojos negros mirando a cámara. Suponemos que se puede tratar de una Remedios del Valle, capitana negra hija de esclavxs que peleó contra los realistas bajo el mando de Manuel Belgrano o más probablemente la misma Juana Azurduy que se suma a la gesta independentista en el Éxodo Jujeño y pelea en la batalla de Ayohuma junto al Ejército del Norte y más tarde comanda a los jinetes y jinetas que vuelven locos a los realistas arrebatándoles por igual los estandartes y la bravura. Juana, la que murió en la miseria, la que fue enterrada en cajón sencillo y pobre, porque a todxs y todo se lo llevó la guerra. La que vivió en el olvido de una patria bien macha. Cualquiera de ellas, Juana o Remedios nos miran, nos dicen sin hablar: “Acá estuvimos no sólo zurciendo banderas, curando enfermos, tocando el clavecín en la tertulia o vendiendo mazamorra para el amo. Acá estuvimos las invisibles, las hijas de las hijas, las nosotras ausentes en las páginas de historia. Acá en el mismo sitio donde sólo se dijo patria con elipsis de Kapelusz o con bronce opaco de héroes, acá donde se vertió sangre de hombre, acá dejamos la sangre también… y entonces, sépanlo de una vez, no fue sólo con hombres que se recuperó la tierra arrebatada”…

…Anabella, nuestra espectadora de este lado de la ficción, mi estudiante de 5° grado, sentada en su butaca, se levanta con su puño en alto, y en un grito nos consume a todos:
-¡Vaaaaamos, una mujer!¡Es una mujer!- y se le dibuja una sonrisa interminable. La miramos todos y todas sin decir palabra. Yo mismo me la quedo mirando un rato: la sonrisa no se le borra nunca.
Horas más tarde le cuento la situación y la reacción de Ana a la profesora Victoria. Sonriente y con sencillez, como si supiera lo que había pasado por la cabeza de la niña (o más precisamente porque lo sabía y lo sentía) me dice algo así como:
-Es la emoción de encontrarse ahí, de reflejarse, de reconocerse en esa mujer- y lo dice mejor, más claro, y mis ideas sobre lo que había sucedido en esa felicidad del grito toman forma, toman otra forma.
Todo se trataba de un encuentro. Del encuentro de ella con su historia, de su morocha mirada con los ojos aindiados de la mujer tomando las armas, de ella con su historia negada siglo a siglo. Fue poder reflejarse en un espejo de verdad que al fin le hablaba como ella quería y le mostraba todo el cuerpo. Fue ella en la butaca y también fue ella en Ayohuma. Una dicha que no podemos experimentar como varones, salvo que sintamos la ausencia de ser, la ausencia de identidad, la ausencia en el relato. Algo que es poco probable, imposible.
Esa mañana Anabella fue feliz y yo aprendí una lección enorme.

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