Como cábala, desde hace unos
meses, si veía uno me convencía de que las cosas andarían mejor. Cada día
transcurrido, en especial desde mediados de junio a esta parte, me fui poniendo
más exigente con mi propio ritual. Si veía más de uno, si era en la calle, si era
en el colectivo (en las bocas del subte no cuenta porque siempre hay, siempre),
en un sitio inesperado o común como una panadería. Hoy crucé en las esquinas de
siempre, barriales y mudas, rumbo al trabajo y me propuse que funcionara la
cábala desde temprano. Tenía que ser antes de entrar a la escuela. Miré las
mochilas de los y las estudiantes que pasaban a mi lado, las muñecas, los
cuellos, los afiches para encontrarme con uno, pero nada. Ni un vestigio de
tela, ni una tirita (¿Justo hoy, justo hoy me viene a fallar?) No vale mirar el
celular, me dije, a una cuadra de la escuela. A lo lejos divisé un grupo de
chicas que se apuraban para llegar a la parada del 47, pero nada de nada, ni
pizca. Entonces enfrenté la rutina como aquel Asterión borgeano que espera a su
Teseo: entregao. Cualquier cosa podía suceder si no me cruzaba con un pañuelo
verde. Cruz diablo, si me emboscaba uno celeste…
Mañana agitada en la escuela. Poco
tiempo para todo, burocracia y timbres que no dan respiro con las cosas
importantes. Apenas un mate ganado al frenesí de los recreos. Ejercicios y
actividades sobre múltiplos y divisores. Números primos en el pizarrón,
caprichosos y escurridizos. No aclaré que, así como no vale revisar el
teléfono, tampoco valen los pañuelos repetidos. Deben ser, para que el
mecanismo de la cábala funcione, un azar, un capricho. Promediaba el día y
ningún verde a la vista. No perdí las esperanzas y me distraje con mi labor. Esta
artesanía que llamamos docencia.
Última hora, los planetas no
habían colapsado aún, ni los tsunamis se habían devorado las costas continentales,
ni siquiera los pájaros se habían fugado de todos los árboles en bandada. Lo típico.
Algún moretón de mancha nada, algunos cuantos tildes caídos en las
redacciones, ausentes en la columna de ausentes: tanto, presentes: tanto, más
burocracia y más fotocopias insípidas. Una normalidad exasperante que sólo
podía ser el prólogo de una gran desgracia.
En la formación de salida, poco antes de empezar el arrío de la bandera, Lucía, que estaba delante de todo,
enfrente mío, me interpela. Aclaro, con ella no habíamos hablado del tema, o si
lo habíamos hecho nunca había expresado una opinión ni a favor ni en contra de
la despenalización:
-Mañana voy a la marcha del
aborto con mi mamá, su amiga, mi tía y una amiga.
-Qué bueno, Lu. Y te hago una
pregunta- tomé aire- ¿de qué color es tu pañuelo?
-¡Verde, profe! ¿De qué color va
a ser?
Entonces respiré aliviado. Supongo que el
universo también tiene sentido del humor.
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