Dos veces me dijo que le dolía la cabeza; yo no entendí. Le
ofrecí pan. Me pidió galletitas: ese día no había galletitas, tocaba pan, el
duro y dulzón de todos los viernes. Le dije que podía ir por un vaso con agua;
fiebre no tenía. Mis medicinas estériles de maestro chamán no daban resultado.
La cabeza de Julián seguía doliendo y su rostro se oscurecía. Una vez que nos
dispusimos a escribir en el cuaderno, me senté detrás del escritorio con el
registro en frente. Julián se acercó. Miraba buscando, buscaba.
—Extraño a mi mamá —me dijo, y me abrazó llorando.
Su madre estaba de viaje desde hacía unos pocos, ¿qué importa
cuántos?, pero interminables días.
No recuerdo qué le dije exactamente. Palabras de ibuprofeno o de tesito con
miel, traté de decirle. Él buscaba un abrazo, un hombro, y algo que no estaba
allí y que la distancia señalaba implacable. Mientras Julián lloraba, un
compañero se acercó para consolarlo.
—Yo también extraño: extraño a mi papá, pero ya va a venir —dijo, mientras Juli
iba soltando su pena profunda y universal.—Vení, vamos a buscar galletitas a la
cocina. Seguro que hay— agregó su compañero, más pillo y conocedor de los
misterios de la cocina escolar.
El niño dejó el llanto y mi hombro humedecido, me miró sonriendo y, como si le
hubiese salido un sol en el rostro, me dijo:
—Te llené el delantal de mocos.
Al rato volvió reconfortado con dos paquetes de galletitas. Y el cuaderno
se hizo amigo de su lápiz.
A la salida, la mamá lo estaba esperando, y los dos se fundieron en un abrazo.
La frescura de septiembre se llevó sus risas.
Por la tarde, seguí pensando en esta escena, en esa necesidad
que tenemos niños y adultos de ese abrazo, de esa presencia. Y recordé cuando
uno corría a abrazar a la vieja instintivamente, a llegar del trabajo y te
impregnaba ese olor a lluvia y a tierna guarida de beso y caricia. Y recordé
también este relato del Che, que habla de la misma necesidad, la misma
ausencia, íntima, humana. Un relato que se enmarca en el triste conocimiento de
la noticia sobre la enfermedad de Celia de la Serna, su mamá, en Buenos Aires mientras
él peleaba en el Congo en mayo del 65.
***
“Así andaba, por mis rutas del humo cuando me interrumpió,
gozoso de ser útil, un soldado.
—¿No se le perdió nada?
—Nada —dije, asociándola a la otra de mi ensueño.
—Piense bien.
Palpé mis bolsillos; todo en orden.
—Nada.
—¿Y esta piedrecita? Yo se la vi en el llavero.
—Ah, carajo.
Entonces me golpeó el reproche con fuerza salvaje. No se pierde nada necesario,
vitalmente necesario. Y, ¿se vive si no se es necesario? Vegetativamente sí, un
ser moral no, creo que no, al menos.
Hasta sentí el chapuzón en el recuerdo y me vi palpando los bolsillos con
rigurosa meticulosidad, mientras el arroyo, pardo de tierra montañera, me
ocultaba su secreto. La pipa, primero la pipa; allí estaba. Los papeles o el
pañuelo hubieran flotado. El vaporizador, presente; las plumas aquí; las
libretas en su forro de nylon, sí; la fosforera, presente también, todo en
orden. Se disolvió el chapuzón.
Solo dos recuerdos pequeños llevé a la lucha; el pañuelo de gasa, de mi mujer y
el llavero con la piedra, de mi madre, muy barato este, ordinario; la piedra se
despegó y la guardé en el bolsillo.
¿Era clemente o vengativo, o solo impersonal como un jefe, el arroyo? ¿No se
llora porque no se debe o porque no se puede? ¿No hay derecho a olvidar, aún en
la guerra? ¿Es necesario disfrazar de macho al hielo?
Qué se yo. De veras, no sé. Solo sé que tengo una necesidad física de que
aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga: “mi
viejo”, con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmañada,
acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como si la ternura le saliera
por los ojos y la voz, porque los conductores rotos no la hacen llegar a las
extremidades. Y las manos se estremecen y palpan más que acarician, pero la
ternura resbala por fuera y las rodea y uno se siente tan bien, tan pequeñito y
tan fuerte. No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe
cuando escucha ese mi viejo…”
(Fragmento de “La piedra”,
relato escrito en el Congo. El texto completo aquí: http://www.cubadebate.cu/especiales/2013/05/12/el-che-y-su-madre-la-piedra/#.W8EteHtKjIU)
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