LA MISMA NECESIDAD

Foto: Celia de la Cerna y Ernesto Guevara

Dos veces me dijo que le dolía la cabeza; yo no entendí. Le ofrecí pan. Me pidió galletitas: ese día no había galletitas, tocaba pan, el duro y dulzón de todos los viernes. Le dije que podía ir por un vaso con agua; fiebre no tenía. Mis medicinas estériles de maestro chamán no daban resultado. La cabeza de Julián seguía doliendo y su rostro se oscurecía. Una vez que nos dispusimos a escribir en el cuaderno, me senté detrás del escritorio con el registro en frente. Julián se acercó. Miraba buscando, buscaba. 


—Extraño a mi mamá —me dijo, y me abrazó llorando.

Su madre estaba de viaje desde hacía unos pocos, ¿qué importa cuántos?, pero interminables días.


No recuerdo qué le dije exactamente. Palabras de ibuprofeno o de tesito con miel, traté de decirle. Él buscaba un abrazo, un hombro, y algo que no estaba allí y que la distancia señalaba implacable. Mientras Julián lloraba, un compañero se acercó para consolarlo.

—Yo también extraño: extraño a mi papá, pero ya va a venir —dijo, mientras Juli iba soltando su pena profunda y universal.—Vení, vamos a buscar galletitas a la cocina. Seguro que hay— agregó su compañero, más pillo y conocedor de los misterios de la cocina escolar.
El niño dejó el llanto y mi hombro humedecido, me miró sonriendo y, como si le hubiese salido un sol en el rostro, me dijo:
—Te llené el delantal de mocos.
Al rato volvió reconfortado con dos paquetes de galletitas. Y el cuaderno se hizo amigo de su lápiz.
A la salida, la mamá lo estaba esperando, y los dos se fundieron en un abrazo. La frescura de septiembre se llevó sus risas.

Por la tarde, seguí pensando en esta escena, en esa necesidad que tenemos niños y adultos de ese abrazo, de esa presencia. Y recordé cuando uno corría a abrazar a la vieja instintivamente, a llegar del trabajo y te impregnaba ese olor a lluvia y a tierna guarida de beso y caricia. Y recordé también este relato del Che, que habla de la misma necesidad, la misma ausencia, íntima, humana. Un relato que se enmarca en el triste conocimiento de la noticia sobre la enfermedad de Celia de la Serna, su mamá, en Buenos Aires mientras él peleaba en el Congo en mayo del 65.
***
“Así andaba, por mis rutas del humo cuando me interrumpió, gozoso de ser útil, un soldado.


—¿No se le perdió nada?

—Nada —dije, asociándola a la otra de mi ensueño.
—Piense bien.
Palpé mis bolsillos; todo en orden.
—Nada.
—¿Y esta piedrecita? Yo se la vi en el llavero.
—Ah, carajo.
Entonces me golpeó el reproche con fuerza salvaje. No se pierde nada necesario, vitalmente necesario. Y, ¿se vive si no se es necesario? Vegetativamente sí, un ser moral no, creo que no, al menos.
Hasta sentí el chapuzón en el recuerdo y me vi palpando los bolsillos con rigurosa meticulosidad, mientras el arroyo, pardo de tierra montañera, me ocultaba su secreto. La pipa, primero la pipa; allí estaba. Los papeles o el pañuelo hubieran flotado. El vaporizador, presente; las plumas aquí; las libretas en su forro de nylon, sí; la fosforera, presente también, todo en orden. Se disolvió el chapuzón.
Solo dos recuerdos pequeños llevé a la lucha; el pañuelo de gasa, de mi mujer y el llavero con la piedra, de mi madre, muy barato este, ordinario; la piedra se despegó y la guardé en el bolsillo.
¿Era clemente o vengativo, o solo impersonal como un jefe, el arroyo? ¿No se llora porque no se debe o porque no se puede? ¿No hay derecho a olvidar, aún en la guerra? ¿Es necesario disfrazar de macho al hielo?
Qué se yo. De veras, no sé. Solo sé que tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga: “mi viejo”, con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz, porque los conductores rotos no la hacen llegar a las extremidades. Y las manos se estremecen y palpan más que acarician, pero la ternura resbala por fuera y las rodea y uno se siente tan bien, tan pequeñito y tan fuerte. No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese mi viejo…”

(Fragmento de “La piedra”, relato escrito en el Congo. El texto completo aquí: http://www.cubadebate.cu/especiales/2013/05/12/el-che-y-su-madre-la-piedra/#.W8EteHtKjIU)


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