Las tardes transcurren ahora como
un lago sin viento. Ayer éramos poquitxs. Apenas unos siete niñxs y yo. Jugamos
un cadáver exquisito durante la primera hora, que para ellos y ellas fue toda
una revelación. Escribir así, sin mucho más que el fluir de nuestra imaginación
y el secreto palpitante de la escritura que antecede a la nuestra, era algo
nuevo.
Se nos fueron fugaces los dos
recreos en los metegoles del patio y nos atrapó la lluvia, la tormenta, en la
última hora de la jornada.
Una mamá trajo unos “muffins”
caseros en un tupper gigante. “Para compartir algo”. Entonces improvisamos el
mate, con mucha azúcar y con mucha gracia. Yo no sé qué tiene el mate que nos
predispone a hablar. ¿Será su vuelta alrededor de la ronda que nos recuerda a
los primeros hombres y a las primeras mujeres alrededor del fuego, espantándose
los miedos en forma de cuentos? ¿Será que hay uno sólo que toma y en alguna
medida está obligado a callar y a, entonces, escuchar, y que las miradas de lxs
demás no saben ser sólo miradas y entonces se hacen caudalito de palabras?
-El mate se comparte, ¿vieron?- les
tiro- ¿Y qué otras cosas se comparten?
-La comida- dicen varixs.
-El amor -dice Nahiara, en su voz
camuflada entre la lluvia que tamborilea en el techo del patio.
-El dolor -dice Elí y se explica-
Cuando alguien que queremos se muere, y nos duele, ese dolor lo compartimos.
Todos asienten. El mate sigue
girando contra el tiempo. La involución de la espuma blanca que se forma
alrededor de la bombilla nos marca los minutos y la cebada.
-Los sueños, pero no los de
dormir, sino de esos que esperamos que se cumplan. Por ejemplo, cuando queremos
que alguien venga- arremete Nahiara, de quien ya no me sorprendo, porque es
inmenso el mundo interior que lleva consigo.
Están sus deseos alrededor de la
ronda. Todo lo que dicen tiene una forma y un contenido tan perfecto y bello
que me da no sé qué sacar una libretita para anotarlo, aunque me muero de ganas
de hacerlo.
-¿Y ustedes que sueñan? -digo.
-Que nos caemos -dicen.
-Una vez mi papá soñó que se caía
desde el cielo y se despertó gritando -dice Marita, la de imposibles ojos
redondos y picardía de barrio.
La cosa discurre por el lado de
las pesadillas. De los miedos, el sonambulismo, los vuelos, los malos
despertares. Todos cuentan, sin ser explícitos, que hay cosas que les dan miedo
y que esas cosas se sueñan.
-¿Por qué soñamos? -me preguntan
y alguien me pasa el mate (Tomá, hacete cargo).
Y yo explico, como puedo, qué es
lo inconsciente y lo consciente. Trato de recordar qué decía Freud en un
librito que tenía por ahí, un extracto de La
interpretación de los sueños, que había leído en un formato de bolsillo muy
en mi adolescencia. Y ellxs escuchan tan prendidos de lo que digo, que me da vergüenza.
El mate de dulce pasa a inmundo,
pero nadie dice nada. Tomamos mate con bombilla y termo, en la escuela, que
parece ser un templo más propenso a otros credos de la infusión como el mate
cocido con leche o el té para las gargantas inflamadas.
De los sueños, no sé cómo
llegamos a la memoria, a qué es lo primero que recordamos de nuestras vidas. Lo
más antiguo de nuestra propia historia.
-Yo me acuerdo que cuando mi mamá
me llevó al jardín por primera vez no quería que se vaya y lloré y lloré. Pero después
me puse a jugar y ya no me importaba –dice Nahi.
Todxs recuerdan algo, sobre todo
del jardín. De aquel mundo que cada vez se les hace más distante y neblinoso. Recuerdan
golpes, porrazos u objetos tan inverosímiles como una silla.
-Yo recuerdo de mi jardín el día
que un nene en una corrida de esas irrefrenables se lastimó la cabeza contra la
pared -les digo, para estar un poco a tono con el nivel de lesiones que comenta
el público- creo que fue la primera vez que vi tanta sangre y la cabeza del
nene parecía una remolacha. (Hoy espero que esté bien y tenga en orden todas
sus facultades mentales y físicas, de verdad fue un golpe fulero).
Los ojos se les abren, ante cada
anécdota y largan sus historias, y se escuchan como chabones y chabonas de otro
pago, de otro contexto quiero decir. Y compartimos el mate, y los muffins -que
en mi siglo eran conocidos como “madalenas” o “magdalenas”- se van ausentando
del tupper hasta la extinción definitiva.
Y no pasó nada esa tarde. Nada
que la currícula pueda codificar muy bien, ni un libro de temas, ni una carpeta
didáctica. Sólo nosotrxs en ronda, con la excusa del mate, diciéndonos lo mucho
que nos confiamos la vida en estas cuatro paredes a la que cariñosamente le
llamamos nuestra aula.
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