EL HAMBRE Y LAS SEMILLAS


Caen los días y forman hojarasca, rutina de escuela, calendario suave como aleteo de hojas muertas. Es también y al mismo tiempo la vida, que se junta en parva. Somos nosotrxs mismxs descendiendo hacia la raíz o las ramas de lo cotidiano, de lo aparentemente irremediable. Hasta que, por pura obstinación o rebeldía, decidimos decir, decidimos más que decir. Decidimos contar. Optamos por la memoria.
Ya perdimos la cuenta de las veces que vienen a pedir un sánguche más a la orilla del recreo o en el estribo de un martes, antes de que se escuche el rechinante desembrague del micro naranja que los devuelve a su casa al sur del sur. Mientras atacan la inexorable mandarina del refrigerio y la miga que sobra después de unas magras fetas de jamón cocido en ese bocado que no tarda un minuto en desaparecer de sus manos, leemos un pasaje de nuestro presente y de nuestra trunca independencia. Lo que “pudimos conseguir” -créame Don Manuel, créame Don José- no han sido laureles.
No hay hora del almuerzo. Hay almuerzo, entre carpetas que se abren y fechas en blanco sobre pizarra verde. De su propia voz sabemos que la otra comida es en un comedor en la Oculta, y que habrá luego en la casa un guiso, tan universal como los dos o tres ingredientes que lo constelan.
No idealizamos, no tenemos pena. Es más rabia e impotencia, saber que la raíz de la cuestión no la cambiamos ni con sumas ni con restas. Pero también sabemos que no somos ajenxs.
Nos arremangamos el delantal, y levantamos la frente: “Que la escuela sea un lugar mejor imposible, que sean aquí lxs dueñxs de todo”. Soñamos a contrapelo de los sucesos y de las reformas digitadas en burós con aire acondicionado. Soñamos a pesar del presente, que se nos cae como los escombros de una catedral en el bocho. Mientras nos hacen culpables de cifras, de crisis, de ausencias.
No importa. Aquí nos levantamos todxs o no se levanta nadie. Pensamos: “Que la escuela pública los abrace y los libere, al mismo tiempo”. A pesar de las paredes, igual nos abrimos camino con ellos y ellas. Como hormigas levantamos veinte veces nuestro peso, y marchamos para adelante.
Si en un momento cualquiera, en una clase cualquiera abrimos el fruto de un palo borracho y volamos con su algodón, ¿nos vamos, acaso, tan lejos que olvidamos el dolor de panza? No y no, y veinte veces no. Que no alcanza, que no alcanza nunca con la escuela. Sin embargo, ellos con un gesto ya me dicen si vamos bien. Es más fácil: si se ríen, si-se-ríen (así de claro), andamos parejo. Si además dicen “dispersión de las semillas”, “estambre” y “estigma”, son de nube nuestros suelos.
El aula es una botella flotando en la mar, con un mensaje, con un deseo. Futuro de camas calientes y vida sin yugo, sin tener que pedir lo que es propio por derecho, lo necesario, lo vital. (Les deseo todos los panes del mundo). Pero no se los digo porque eso no se dice. Porque no alcanza ni con decirlo ni con desearlo. Por la vergüenza, además. Y repudio estas migajas de mierda, mal llamadas colación o vianda o refrigerio, pero tampoco lo digo porque son el almuerzo.
Caen las hojas, el calendario entero, hay un millón y medio de pobres nuevos.
Abrimos una semilla, miramos dentro, luego el dibujo y la palabra en la hoja. Abrimos una semilla contra la letal estadística, contra la vida hipotecada a cien años, contra los precios del pan y los tomates, contra la falta de hospital, contra el trabajo en negro, contra los despidos que se cuentan por decenas de miles. Abrimos una semilla y nos sembramos contra el tiempo.
🖎Hernán Boeykens


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