No me hallo. No me encuentro. Me
busco y nada. Escuela nueva. Nuevo mapa que parece imposible recorrer. Tengo
los pies de plomo sobre un suelo de barro. Voy por los pasillos inmensos, subo
y bajo escaleras de mármol tomado del pasamanos. Equivoco los caminos, vuelvo
sobre mis pasos. Me cruzo con caras que no conozco ni me conocen.
Entro a un aula. Me presento, me presentan
y me siento -en un banquito- casi invisible. Unxs niñxs al lado mío escriben en
la carpeta lo que dice el pizarrón. No desayuné, para colmo. El vacío no podría
ser más perfecto.
Ella deja de escribir en su
carpeta. Me mira y sin mediar formalidad alguna me extiende el paquete de
galletitas de agua. Como Gloria Foster, la Oráculo de Matrix, dice:
-Tomá una.
Digo “gracias” y muerdo. Antes de
terminarla todo estará mejor, supongo.
Horas después. Vuelvo a los
pasillos, busco un aula que se me escapa. Al final del laberinto está tercero.
¿Siempre estuvo ahí?, me pregunto. Entro. Me quedo parado en la puerta. Saludo.
Él, que no me conoce, corre a
darme un abrazo. No sé su nombre, no sabe el mío. Somos dos delantales blancos,
nada más. El niño me entrega un manojito de hojas dibujadas con historietas,
abrochadas por el medio, me vuelve a abrazar y se va para su banco. Siento el
piso, las paredes; siento el aire fresco que entra por la venta, el peso de mi
delantal, los números y el alfabeto. Se acomodan los puntos cardinales, en esta
cartografía ilimitada que llamamos escuela.
Entonces recién ahora, me siento.
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