il. Antoine Saint-Exupéry
Leemos el Capítulo X de El Principito. Allí se narra el encuentro entre el
blondo amigo del aviador y un rey, cubierto por su armiño púrpura, que gobierna el
pequeño asteroide 625. “El rey es ridículo”, advertimos en el segundo grado,
porque ordena sólo aquello que es voluntad del otrx. Es un rey sin poder, que
da órdenes sin sentido.
Yo actúo un poco el diálogo, que es en sí complejo, pero asequible. Rey y
príncipe se entrecruzan ante la mirada atenta o
distraída, según el caso, de nuestro público. Discurre el tiempo y la lectura
-que es tiempo también-, y ahora somos nosotrxs un pequeño asteroide perdido en
medio de la escuela.
Cuando llegamos al final, pregunto a quiénes de mis
alumnos y alumnas les gustaría ser rey o reina. Casi todxs levantan la mano y
casi todxs exponen motivos muy ciertos… ¿A qué niñx no le gustaría dar órdenes
y no recibirlas de nadie?
Debajo de un banco está Oliver. Sentado, casi
oculto, agazapando su lucidez.
-A mí no me gustaría ser un rey- nos dice.
Yo sonrío y le digo:
-¿Por qué, Oliver?
-Pues, si fuera un rey, estaría muy solo- contesta.
Fue eso y escuchar cómo caían las aspiraciones
monárquicas de casi todxs.
Comentarios