Recién lo conozco. Se nota que
estuvo llorando porque parece que no se le dan bien los números, y creo haberlo
escuchado decir que era un tonto.
Entramos a la biblioteca y le
pregunto qué cosas sí sabe hacer y qué le gusta de la escuela.
-Nada. Pero lo que más me cuesta
es matemática. Esto lo hice con ayuda.
Me muestra avergonzado una página
de actividades. Luego, se hunde en sus propios brazos, se apoya en la mesa y vuelve a llorar, en silencio.
-Los números- le digo- a veces son
fríos como las piedras de un lago.
Por eso le propongo leer un
cuento.
-¿Te gusta que te lean?
-No sé cómo sería eso- me dice
mientras limpia sus mejillas dibujadas por hilos de sal.
-Voy a buscar un libro y te leo.
Un libro amigo necesitamos.
Busco en una de las cajas. Pienso
que no puede ser cualquier libro. Por suerte, Ray Bradbury nos encuentra. Él
sabe aparecerse en los momentos necesarios. Como cuando te viene a contar que
los libros pueden ser un arma poderosa. O como cuando te explica con sus versos
que si “algo desconocido muere, hay que llorarlo”.
Entonces, abro el ejemplar del cuento* y compartimos la historia de un muchachito que le
tiene miedo a la noche. Hasta que Negra, una nena,
llega para iluminar y mostrarle que la oscuridad no es tal, que incluso las
sombras tienen luz propia.
En la cara de Alex una lunita
creciente se despereza cuando llegamos al final del relato. Le propongo
llevarse el libro de la biblioteca y con gusto completa la ficha de lector.
Después, sólo después, amigado con
la oscuridad, me dice:
-Ahora hacemos lo de los números,
¿no?
*"La
niña que iluminó la noche", Ray Bradbury, ilustraciones Juan Marchesi.
Ediciones de la Flor, 2006.
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