“Y un banderín agitar, frente a un ejército popular...” V. Heredia
No recuerdo qué desayunábamos mi
hermana y yo en aquel día. En el pequeño departamento de La Paternal, mi viejo
siempre se iba temprano y mi abuela sigilosa y redonda nos enderezaba las
mañanas. Apenas hacíamos cuatro cuadras y estábamos en la escuela. La misma
oración y el mismo saludo de siempre. De aquellos tiempos, no pude retener ni
un solo verso, ni una sola tonadita. Sólo el frío, los zapatos y el delantal.
Debería tener unos once años. La guerra había terminado entonces nueve años
atrás. Es decir, yo apenas había dejado los pañales cuando los ingleses
retomaron el control de las Islas Malvinas.
Nuestro profesor pidió
voluntarios para decir un discurso en el acto conmemorativo que se aproximaba.
Yo no, pero mi mano se alzó de inmediato por sobre la cabeza de todos. Ella dijo que sí. Después fue como
tragarse un pájaro de brasas que me picaba el pecho por dentro, me arrebataba las
orejas y las mejillas. Nunca supe por un largo tiempo por qué a mi mano se le
dio por levantarse sin consultar. No era yo la voz cantante en ninguna
circunstancia. Siempre me mantenía en un borde sinuoso entre la presencia y la
fantasmagoría, suficiente como para no ligarla ni ser el centro de atención. La
mía era la única mano que se había levantado, por ende, el discurso me
correspondía.
Durante el regreso de la escuela,
no dije palabra. Me habían adjudicado un premio que no quería compartir con
nadie, no por egoísmo sino por vergüenza. Durante la tarde, me tiré en la cama e
intenté pensar qué diría en aquel acto. Tuve la fatigosa idea de querer retener
de memoria algunas frases. El televisor, para variar, funcionaba cuando quería.
De a ratos volvía la señal y podíamos ver con mi abuela alguna telenovela donde
Andrea del Boca se deshacía en lágrimas que al rato se transformaban en un
enjambre de moscas monocromáticas y un ruido que saturaba.
Pasaron los días sin que hubiera
nada nuevo. Yo tenía mi discurso. No en un papel, no en una mano. Lo tenía en
la cabeza. Me iba a parar frente a toda la escuela y les diría todo aquello que
me había salido de no sé dónde. Sería la primera y la última vez que haría eso de
niño. Dije (lamento no haberlo escrito, ahora sé que es importante) que los
chicos de la guerra no eran como Rambo, que habían ido a una isla lejana a pelear
por un patriotismo mal llevado. Les conté de las zapatillas de lona, del frío
dantesco (pero no dije dantesco), del miedo. Dije que eran héroes pero que no
eran súper héroes. Y nada más. Debo haber hablado dos minutos, pero para mí
fueron cuarenta.
Al terminar el día. La directora
me pidió el cuaderno de comunicados, el rojo papel araña, porque quería
felicitarme. Iba a dejar por escrito que el alumno tal había cumplido con su
deber. Ella no sabía que mi mano era la culpable, pero no se lo iba a decir.
Asentí con la cabeza. Tampoco sabía, la directora, que me había olvidado el
cuaderno en mi casa. Nunca se lo llevé por miedo a que a continuación de las
felicitaciones por mi discurso, me escribiera una mala nota por olvidarme el sagrado
cuaderno rojo. No hay registro entonces ni de ese discurso, ni de las
felicitaciones de la directora.
Años después supe por qué a mi
mano se le dio por levantarse y echarme a la marchanta de un acto escolar. Tengo
fresca esa imagen ahora. Estábamos en otra casa, mi casa de los ochenta, tan biblioteca
de caña, tan Víctor Heredia. Sonaba la canción “Aquellos soldaditos de plomo”
en el pasacasete negro sobre la biblioteca. Y ahí, cómo una revelación, por
primera vez lo vi llorar al viejo. Él no dijo nada, sólo lloró. No había
peleado en la guerra, era más grande que los chicos que perdieron la vida en
las Islas. Pero sus ojos colorados y húmedos se habían hundido vaya a saber uno
qué recuerdos, en qué amigos. Entonces supe que, si la guerra hacía caer
lágrimas de sus ojos siempre secos, Malvinas era algo importante y había que decirlo,
aunque fuera sin notas en papel y sin reconocimiento oficial en un cuaderno.
Aunque sea solamente de memoria.
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