Hace pocas semanas el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires decidió
quitar el pan de los comedores escolares sin reemplazo comprobable, redujo las
raciones de los platos y disfrazó de tendencia nutricional saludable un ajuste
en el presupuesto y en la alimentación de nuestrxs estudiantes
En materia de exportaciones, el
sector primario de la Argentina es el que más peso tiene. La mayoría de los
productos que se exportan provienen de la agricultura o de las agroindustrias.
Para la generación del 80’ debíamos ser el granero del mundo; para la generación
de los ceos, el supermercado del mundo. Nuestro país se encuentra entre los primeros
diez productores y exportadores de trigo a nivel mundial, con 16 millones de
toneladas de granos producidos en el último año (2017). Cada tonelada de trigo
tiene un valor de mercado que oscila entre los 170 y los 190 dólares. Las
toneladas de trigo que produjeron unos cuantos de miles de trabajadores rurales
(hay más de 1,3 millones en todo el país, más del 60% trabaja en negro y es una
de las ramas que emplea más niñxs de manera frecuente) se convirtieron primero
en ganancia para los grandes productores y exportadores, y luego… en harina. Parte
de esos granos se vendió al extranjero, y todo ese trabajo a tractor, sol de
frente, de espalda y perfil que realizan unos cuantos hombres y mujeres, se
convirtió también en ganancia de unos pocos exportadores: una docena de
empresas tienen en conjunto el mayor porcentaje de la producción de grano
nacional. También es cierto que parte de ella se vendió a los molinos harineros
y que allí otros miles de trabajadores la convirtieron en plusvalía, y como
dijimos, luego en harina. Más tarde esa harina se amasó con artesanía de viejo
o con velocidad de máquina. Y fue plusvalía, y ganancia para los dueños de las panificadoras,
y fue también el pan en la mesa de muchas casas, que los trabajadores y
trabajadoras que pueblan este suelo compraron con el magro fruto de su trabajo.
Parte de esa harina transformada con trabajo en pan fue comprada (ya como
producto terminado) por un grupo de concesionarios de comedores escolares en
Buenos Aires, al que el Estado municipal en la actualidad le paga uno buenos
miles de millones de pesos al año. El pan llegó a las escuelas públicas de la
Ciudad donde asisten los miles de hijos e hijas de trabajadores y trabajadoras,
y al promediar la jornada, se reunió con el plato cada vez más minimalista de
arroz con carne o de fideos con salsa. Lo vimos allí fugaz en paneras de
plástico de diversos colores, capturado por las manos de muchos niños y niñas.
A veces, exactas las rodajas para el número de bocas. Preciso el número de
bocas y de panes. Una rodaja por cada niño. Nunca, no recordamos en nuestros años
de comedor escolar, el pan sobraba. Sin embargo, sí tenemos fresco en la retina
que si fallaba la igualdad en la distribución acontecía una tragedia nacional,
trifulca y tole tole. De vez en cuando, otra panera reponía la paz con más miga
y corteza (cierto, que a veces, chiclosas ambas, la miga y la paz). El pan
ofició de acompañamiento: sánguches de impensado relleno despuntaban en las
mesas, producto de la gracia gourmet de un chef de barrio, guachín y atrevido.
“¿Te vas a comer eso?”, les decíamos sonrientes y sorprendidos por la inusual
mezcla de ingredientes. Claro, en el estómago se mezcla todo, afirman. Y en la
praxis se daban las más variadas combinaciones que los elementos finitos de los
platos permitían. El pan era envoltorio de todo lo que, muchas veces desabrido,
nadaba en el plato. En la mesa del comedor hubo un santo pagano: San Guchito.
Santo de los desposeídos que a falta de platos abundantes, sabrosos, con onda y
con gusto a lindo, inventaban comidas adentro de un pan.
El pan no es sólo pan –la
historia universal da cuenta de su presencia legendaria, mitológica en muchas
culturas y pueblos, como símbolo de diversas manifestaciones ideológicas a lo
largo de nuestra existencia-, es también un lenguaje. El pan ha comunicado a
las personas. El pan se ha repartido, se ha recibido, ha sido un don en
distintas culturas de la antigüedad, pero también una consigna de lucha, en
Francia en los siglos XVIII y XIX, y en las revoluciones del XX (“Pan, paz y
libertad”, fue el lema del pueblo ruso, de los y las revolucionarias en medio de
la Gran Guerra que arrasaba la tierra y la vida). Está con la humanidad desde
hace 10.000 años. Lo supieron cocinar en Egipto, en Grecia, en Roma, en Asia.
En Nuestramérica profunda es de maíz. En la Unión Soviética no se animaron a
subirle el precio ni en los períodos de crisis económica. También ha sido dádiva,
sin más horizonte que el de llegar a la cuota diaria de supervivencia. El pan
es y ha sido una cuestión política, una cuestión de clase. Cultura del pueblo,
que lo hizo propio por su simpleza, por su economía.
En la escuela sabemos que del
trigo, la harina. De la harina, el pan. Ocre aprendizaje en abstracciones y láminas
a cuatro colores que atravesó generaciones de niños y niñas. O fue también y
además, conocimiento de primera mano, de mano abuela, en horno pobre de cerro o
campo, en la infancia de los que no fueron pibes sino changos. El pan de la
ciudad o el pan del monte, en cualquier caso ha sido y es una porción de patria
tibia. Es y ha sido más que la suma de sus ingredientes simples, más que agua y
trigo cocido. De allí que no sólo alimenta, sino –como dijimos antes- también
representa, significa. El pan dice. Su ausencia en la mesa o su reparto supone
dos lenguajes contradictorios, dos proyectos de humanidad distintos. No implica
por sí mismo un acto revolucionario. Pero quitarlo de la mesa de los pobres, es
sin dudas un ademán de desprecio. Una humillación.
En el año 2016, producto de la
quita de retenciones impositivas al agro, los grandes productores dejaron de
aportar al Estado alrededor de $70.000 millones, unos 4.600 millones de dólares
cuando este rondaba los $15 a valor de cambio. Ganaron los productores de trigo
y maíz, entre otros, que pasaron de aportar el veintipico por ciento de sus
ganancias por exportaciones, a tributar el 0%. O sea, nada. Eso fue hace dos
años y las retenciones siguen en cero. Ellos además de buenos fajos de billetes
en sus bolsillos, tienen pan en sus platos.
Mientras los ricos de todo, ricos
de tierra y de dólar, ricos de leyes y bienestares que superan nuestros sueños,
reciben el perdón de sus deudas, la quita tributaria de un porcentaje de las
ganancias obtenidas del sudor de muchos y muchas laburantes, a los niños y
niñas de la ciudad se les niega el pan en la mesa del comedor escolar. El
mendrugo con el que rempujaban los naufragados fideos del guiso no les
corresponde, dice el gobierno de la Ciudad. ¿Por qué? Porque no es nutritivo, y
a cambio del pan no hay nada, salvo la reducción de las raciones. Es decir, a
cambio de lo poco, nada. Los mismos funcionarios que almuerzan en Puerto
Madero, meten la mano en las paneras de nuestros pibes y pibas, no sin antes
inventarse un discurso poco serio, para justificar una rapiña con alto nivel de
hijayutez.
Nosotros, los y las docentes de
pie, seguiremos exigiendo el pan, como exigimos los libros, las canciones, la
ciencia, el aula y la escuela mejor, la educación más digna. Tendremos en
nuestra vigilia y en nuestros sueños una panera repleta para compartir hasta
que nos parezca un mal recuerdo haber exigido que devuelvan lo básico, lo
mínimo. Y el pan será otra vez una presencia común, y el resultado de una lucha
que pretende recuperar algo más que pan, digamos, que anhela compartir entre iguales,
entre todxs y para todxs el sol y belleza, el mar y las vacunas, el monte y las
bibliotecas. Y también el pan.
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