Emi escribía y escribía sobre los tablones de las graderías.
Alejada del ruido como una semilla que cayó lejos del árbol. La niña que sonríe
como método y juega igual que todas a las manchas infinitas del patio estaba
sumergida en una hoja diminuta. No recordé en ese momento, si se me había ido
la mano con la tarea o si ella se había retrasado en copiar alguna cosa del
pizarrón. No, no era la tarea ¿Resolvía una consigna con su letra lenta de
chicle globo? No, tampoco. Entonces ¿qué la sumergía en una hojita a la que le
dedicaba una atención felina y un silencio de cueva? Nada mío, me dije,
mientras me acercaba sigiloso. Recién cuando me tuvo al lado, me miró sin dejar
de escribir. Y yo también pude ver -en silencio aún- y corroborar entonces lo
que sospechaba: en los renglones se apilaba una lista interminable de oraciones
idénticas, ladrillo sobre ladrillo de palabras azules.
Antes de decir nada ya me estaba subiendo por las carótidas
una furia “freiriana”. ¿Acaso alguno de todxs mis colegas había osado volver al
siglo XIX? ¿Habían profanado el templo sacro del constructivismo, birlaron la
esencia de todo lo Ferreiro? ¡Ah, tempestad, ah, bríos! Colorado (nivel Ron
Weasly), pregunté en un castellano mucho más corriente que el que sigue:
-¿Qué escribís, oh, pequeña? ¿Es acaso una composición, un
bello cuento de hadas, una égloga silvestre?
La respuesta, sabía, no estaba entre las posibilidades que
enumeré (repito, en un español aburrido). Fue entonces que Emi me mostró las
palabras en la hoja, y para mi sorpresa me costó comprenderlas. Primero porque
estaban en otro idioma, segundo porque me esperaba otra cosa.
-“Rond de jambe
cierra en dedans. / Rond de jambe cierra en dedans. / Rond de jambe cierra en dedans.
/ Rond de jambe cierra en dedans. ”
El ballet es la segunda sonrisa de Emi. La primera es la
amistad, seguro. La danza, se percibe en los movimientos firmes cuando juega o
cuando hace educación física o cuando simplemente baila porque sí; está con
ella en todos lados. ¿Estaba allí en esa hoja, casi un azulejo? Al confirmar
que no fue un docente de la escuela o siquiera de un ámbito más o menos
pariente al nuestro (clases de apoyo, inglés extracurricular, etc.), quién le
había dado a escribir una lección (una descripción del paso “rond de jambe”) en
una hoja para que recuerde cómo debía ejecutarlo, suspiré casi aliviado, aunque
perplejo. Le sonreí a mi alumna y le pregunté si ella creía que eso le iba a
ser de utilidad para acordarse del movimiento, si sabría como girar las
piernas, dónde apoyar los pies. ¿Habría alguna relación entre la repetición de
un sintagma helado y el giro semicircular de la rond…, sería ella un mejor compás humano aliterando la frase franca
en el papel? Se lo consulté sin -o casi sin- demostrarle mi punto de vista: para
ella era una obligación sin escapatoria, para mí no. Me respondió que a todas
sus compañeras les había tocado esta “tarea”. O sea, con la evasiva me dijo que
no. Tan clara fue; sin ser directa, y por demás respetuosa de una maestra a la
que debe querer. No por esto, claro está, sino -pienso- por pertenecerle a esa
patria del baile, su segunda patria (la primera es reír con otrxs).
Después me alejé, rebobinando mis pasos, y volví a jugar de
árbitro en las batallas del patio, a juez de escondidas y a espectador de
circo. Me consolé pensando que en la escuela, esas prácticas (las de escribir
sin sentido) han ido perdiendo terreno. Supe sin demasiada precisión en aquel
momento lo que luego tamizaría en palabras: la cultura escolar y escrita sigue
siendo tan poderosa que hasta una pirueta debe pasar por la mecanicidad del
trazo para configurar algo parecido al aprendizaje (o eso se supone aún).
La tarea vinculada a la escritura como acumulación, como
cantidad, subsiste en un imaginario extraescolar, y no tanto para ser justos. De
vez en cuando, nos llega el reclamo directo o indirecto de parte de la sociedad
(ora en forma de familias con genuina preocupación, ora en forma de medios de
comunicación con intención explícita de desprestigio*) que ven cuadernos más
flacos en cantidad, pero que muchas veces no puede o no quiere interpretar la
intensidad del trabajo cotidiano con la palabra, con el conocimiento, con la
escritura. Trabajo delineado en algunos principios teórico-pedagógicos que
suponen el aprendizaje no como una mera pila de oraciones aseverativas, pa´ lo
que mande saber. Se sobrevalora un cúmulo residual de fotocopias que ocupan
espacio, ejercicios donde la clave es la reiteración, el “activismo” sin
reflexión, la copia (ay, la copia) de pizarrones verticales hasta el fondo,
donde lo que mayormente se ejercita es el músculo de la vista y la mano, pero
no el de las ideas.
Suponer que detrás de la escritura de una serie de oraciones
todas iguales hay conocimiento (el caso de Emi y el paso de baile es un extremo),
hay apropiación, es casi un absurdo. Dudodosamente, Emi pueda ejecutar de
manera original e independiente, propia, sus pasos por el sólo hecho de
escribir cómo debe hacerlo en veintitantas oraciones idénticas. El caso es
testigo porque además aquí hay una separación muy clara entre el objeto que se
quiere enseñar y la “metodología”. Sería quizá mucho más efectivo, bailar para
aprender a bailar. O escribir -sí, también escribir-, si se pusiera como eje lo
que la bailarina percibe de sus propios movimientos cuando baila, sus propias
reflexiones, su experiencia. En el aprendizaje escolar (lenguaje, matemática,
ciencias) sucede lo mismo: el ejercicio sin sentido no redunda en aprendizaje.
A escribir se aprende escribiendo, pero no escribiendo de cualquier manera, no
escribiendo por escribir, no escribiendo -repitiendo- lo que otros pensaron, y
mucho menos si eso se trata de una “tarea” o más bien una especie de pena para
los desmemoriados. En tal caso, aquella síntesis del pensamiento es un punto de
llegada. Imaginen que la consigna a repetir para enseñar a escribir cuentos
fantásticos fuera: “En el cuento fantástico hay una serie de elementos que
interrumpen la realidad establecida”. Nadie -ni un Julito Cortázar, ni un
Jorgito Borges- podría escribir algo parecido a un cuento de este género. No
escribirá cuentos de ninguna especie nadie que no se enfrente a verdaderos
problemas de la escritura y de la lectura, que de ninguna manera subyacen
detrás de una lista de verdades repetidas sin pausa hasta el hartazgo. Por
suerte, en la escuela se fueron construyendo otros pilares (irregulares,
imprecisos, desiguales a veces, pero dinámicos, en constante movimiento porque
viven en el quehacer del aula que a su vez es un lugar vivo gracias a quienes
lo integramos día a día) que nos alejan de pensar el conocimiento como una
actividad que otros nos donan, nos exigen como un ida, sin vuelta. Los docentes
podemos, y además debemos, asentarnos en otras prácticas, más democráticas,
contextualizadas, en donde los pibes y las pibas tienen algo para decir, y ese
algo vale la pena. En donde nosotros y nosotras velamos por su potencial
capacidad creadora, sin obturarle con tapones dogmatizantes, ni con rigurosas y
fosilizadas mecánicas de pregunta/repuesta.
Antes de que vuelva a sonar el timbre, miré el recreo con
los ojos de adentro (como diría una poeta de los confines), en su caos de
siempre, y nos imaginé a todos y a todas en tutú de tul, guardapolvo y calzas a
la orilla de un tocadiscos en el que gira el Claro de luna de Debussy o El lago
de Tchaikovski, bailando como podemos, sueltxs, juntxs, bellxs, disparatadxs, y
me impuse ese paradigma por si se me escapa el maistro ciruelo. Nos vi a todos
dando saltos distintos y volviendo a tierra, aprendiendo a bailar.
*Véase la nota publicada en el diario Clarín al respecto, un
año atrás: https://www.clarin.com/sociedad/arrancaron-juntos-primer-grado-lleva-cuadernos-ventaja_0_r1CMLRcog.html
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