NORMAL 4





Explico algunas cosas...

En mi país las casas de estudio donde se forman los docentes se llaman Normales o Profesorados. En mi país el gobierno cierra Normales o Profesorados. Tiran abajo experiencia centenaria y prestigio de tiza y delantal, detonan el núcleo duro de nuestras pedagogías, desarticulan las redes de pensamientos que se construyen allí con paciencia de hormiga. Dejan a la deriva la enseñanza, para instalar una forma precaria de formación y selección de futuros y futuras docentes: más baratos, más domesticables y más dóciles.
En mi ciudad, los y las estudiantes le ponen el pecho a esta topadora ciega y vil, los docentes nos hacemos bandera de nuestras viejas banderas, y todos y todas nos vemos en la calle a pura marcha, clase pública, huelga y rebelión para frenar el desmantelamiento de los 29 institutos de formación docente.
Lo que cuento es lo que sé. Es lo que sé decir: lo que puedo y debo recordar ahorita, como en fotos, porque así vuelven las vidas de hace veinte años. Lo que cuento es más una necesidad, una gimnasia de la memoria, una cuestión de honor. Es más eso que un aporte argumentativo, básicamente porque contra la crueldad y la estupidez, contra el sinsetido de cerrar escuelas, contra el silencio sobran los fundamentos académicos (no digo que no haya que darlos, pero es como tirarles flores a los gatos). En resumen: es en balde explicarle a los nazis por qué no está bien ser nazi.
Aquí los retazos de una experiencia de formación, una manera de hacer y de pensar que se fue forjando en ese lugar, en esa casa de estudios a la que, las más viejas, llamaban Samay Huasi, y nosotros, nosotras, pichones aun, simplemente “el Normal”.
Vale aclarar que las docentes mencionadas en estos cuentitos son Marta Marucco y Aída Rotbart, respectivamente. Seguramente, alguna de ellas (muy probablemente, Aída) diría que fueron un una rama más en un árbol de raíces profundas. Pero como yo no conozco todo el árbol, quiero ahora nombrar aquellas que fueron personas frondosas en conocimiento y en la dulzura de compartirlo, que nos dieron cobijo cuando éramos estudiantes, y nosotros y nosotras queríamos apenas aprender a ser semilla. En ellas pienso de manera constante cuando repienso la escuela, por su excepcionalidad como educadoras y porque no conozco personas que sientan la educación con ese compromiso, seriedad y pasión.
Me bajo del subterráneo en Plaza de Mayo. Recorrido habitual. Casa Rosada a mi derecha, aun sin vallas, aun sin rejas. Palomas, pirámide, Cabildo resplandeciente de cal, sonidos de un mercado extinto, sollozos en bantú, tambores. Fantasmas: de abogados conspirando contra los godos, de chisperos infernales, de barro debajo del asfalto, de barcos atracando a millas de la costa con las novedades del Viejo Continente. Brillaba el sol, y yo boyaba entre una carrera insípida que no comprendía y que no quería, y las cientos de llamadas que me esperaban en una oficina de alfombras grises que debería atender para llevar un sueldo a casa, y unos pocos tickets canasta. El pan cotizaba en dólares, los dólares y los pesos sonaban igualitos, mientras crujía el pueblo al costado de la fiesta. Me dije, “Voy a ser maestro”, porque algo olía mal en Dinamarca y porque el mejor recuerdo de mi escuela -que aún conservo- es el de un muchacho joven, pelilargo y barbudo, pelirrojo y pecoso, bromista y jipón, mi maestro de sexto grado, que alguna vez nos hizo saber que los españoles no fueron descubridores sino conquistadores, cuando todavía se estilaba fabricar carabelas con cáscaras de nuez, plastilina y escarbadientes. Miré el sol, y ya me iba yo a buscar, sin saber muy bien por dónde, lo que quería ser.
Ahora estoy completando una planilla con mis datos. Tengo 19 años y de lunes a lunes anudo corbata y abotono camisa. Viajo al centro en colectivo, subo estrictamente en ascensor al segundo piso y atiendo un teléfono mecánicamente. Esta secuencia se va a reproducir en loop durante un lustro. Pero ahora estoy llenando una planilla con mis datos y me causa gracia que deba consignar el nombre de mis padres; de madre y de padre. Acabo de subir una escalinata. Es media mañana, es diciembre. Traspasé la puerta altísima. Sólo una hoja de la puerta estaba abierta. Consulté por la bedelía y me indicaron: “Abajo, por escalera”. Nunca había entrado a ese edificio, a pesar de haber pasado infinitas tardes en el Parque Rivadavia, lindante con la escuela. La fachada y las rejas sobre la avenida, un patio inmenso que mira a la calle Rosario. Casi una centuria de vida, y yo nunca me había detenido a mirar.
Una mujer me pide los documentos, las fotocopias, las fotocopias de los documentos, otra vez los documentos, y me pregunta si tengo alguna preferencia de turno y de curso. “Por la mañana”, digo. El curso lo elije ella. Completo los campos en esa planilla, firmo y entonces el tiempo se detiene. Se detiene en esa burocracia estándar de las instituciones: sin magia sin romanticismo. No sé por qué se detiene allí pero es así. Y todo lo que me rodea comienza a tener forma de futuro.
No conozco a nadie. Pero alguien arranca con los rituales del mate. Uno ya sacó el juego de fotocopias de la bibliografía obligatoria por adelantado y las hace aletear triunfante. Entre algunos se conversa en vos baja, otro tira un centro y se arma grupo alrededor de un fogón. El fogón son las risas cómplices. Nos van pasando los días, y basta con mirarnos entre compañerxs para entender pensamientos, remates y silencios. Los profesores y profesoras nos dicen "maestros" por adelantado. Tenemos una identidad común que va más allá de las circunstancias del delantal o de las escuelas que nos vayan a tocar en suerte. Va más allá o más acá de nuestros jóvenes recorridos laborales. Algunos no pisamos un aula desde que dejamos la escuela, otros y otras se la rebuscan dando clases particulares o alfabetizan a los pibes y pibas en la villa. Laburamos o estamos en la búsqueda de un empleo cualquiera para bancar el estudio, la casa, la vida. Y todos los empleos escasean. Nos llaman "maestros" y nos constelan en un mismo universo de pan de manteca, de cordones desatados, de cuadernos llenos.
Marta es pequeña y sus ojos se agrandan detrás de unos lentes. Tiene también una sonrisa diminuta y amontona en un vértice singular las yemas de los dedos cuando enfatiza algún punto de su cátedra. Nos moviliza y nos interpela, nos escucha, nos quiere escuchar a todos y si no hablamos dispara: “Vos..., vos tenías ganas de decir algo”, y nos hace hablar con ganas. Nos desempaqueta las rígidas o las suaves ideas que traemos de la escuela, sobre la escuela. Nuestra Marta no es neutral, y nos enseña que no se puede caminar sin tocar el piso, sin tomar posición. Nos enseña que el aula es una buena trinchera del mundo para combatir -aunque no alcance- contra el mundo que nos duele. Que es mejor ser el mejor maestro que podamos ser, aunque con eso no cambiemos de raíz aquello que nos duele y que, sobre todo, le duele a nuestros y nuestras estudiantes. Nos habla con voz de aula, pero con voz de aula que se piensa. Yo debo decir que ella, ahí en el Normal, fue mi maestra, debo decir que le debo Luis Iglesias, Cossettinis, Jesualdos y… planificaciones más serias. Yo la vi de pie, hablarle a más de cuarenta y pico de niños y niñas, y alelarlos como hacen las sirenas, porque sabe entonar como entonan las maestras, las dulces, las buenas, las que cuentan cuentos, esa tonada que se adquiere con años y años de andar andando la escuela.
Discutimos debajo de una escalera entre afiches artesanales y mates de estilo oriental sobre la reforma educativa de aquellos años. Organizamos un festival, con números musicales y dramaturgia amateur. Escribimos un boletín al que con ternura le llamamos El Boletín. Yo aprendo cada cosa que se dice. Presiento que nos toca jugar a nosotros, que nos requieren en la cancha. Nos toca leer documentos, lineamientos y artículos para saber a qué rival nos enfrentamos. Buscamos argumentos como pulgas en el lomo de un erizo, sin guantes. Discutimos, mateamos, planificamos. Para qué somos maestros y maestras, para qué estudiamos, por qué queremos trabajar en las escuelas públicas, qué educación queremos, qué mundo soñamos, qué patria se nos hace urgente. Yo aprendo cada cosa que se piensa entre muchas y muchos. Cada cosa. Y así salgo: salimos a dar batalla para que las batallas de mañana sean menos malas, salimos a dar batalla porque no venimos a aprender solamente de los libros, pero también salimos a dar batalla con los libros para que mañana no haya que dar más batallas. Preludio, recuerdo fiel del preludio, debajo de una escalera, entre afiches y armarios viejos: nos suponemos irreversibles.
Aída es una casa abierta. Se sienta, se acomoda un mechoncito de pelo, nos saluda y nos mira. Nos mira hacia adentro: nos sabe mucho más que estudiantes. Y así, doy fe, ha sido y es con todos y con todas. Nos quiere llegar al punto de la comprensión más humana. Sólo de allí entonces, nos podemos tirar al mundo de las ideas, a un lindo laberinto que con ella se desenlaberinta. Nos da libros como un buen Bartolo que regala cuadernos. Nos da una biblioteca (literalmente) en el aula por si nos daban curiosidad algunos de los temas. Nos da películas que nos explican el mundo, nos lleva a ver la Plaza Mayor, los cabildos viejos, una ciudad debajo de otra, un museo moderno. Nos da respuestas y preguntas que nos rearman el mundo. Yo tuve, debo confesarlo, fuertes jaquecas después de sus clases. Que no se malinterprete: no había ruido, ni nada parecido. Creo yo, que cuando nos enseñaba literalmente se nos reordenaban los muebles en la cabeza de tal modo que podíamos sentir las ideas. Nos hizo pensar tan fuerte que aprender fue una experiencia tanto intelectual como física. Quizá exagero porque se la quiere de veras. Ella también fue mi maestra.
 
El delantal me pesa, me incomoda, no le encuentro la forma de llevarlo sin que sea una molestia. Es como cargar con el traje de buzo afuera del agua. Amanece tarde. Acaba de caerse una nube del cielo. En el parque los árboles son guerreros petrificados en medio de una batalla milenaria que ya nadie recuerda. Yo atravieso el Parque con miedo.
Comienza un día de clases, de residencia, y tengo a cargo un grupo de cuarenta y pico de estudiantes del quinto grado con quienes vamos a observar en los microscopios de la escuela un mundo oculto a simple vista y luego registrar cómo es un grano de azúcar visto cien veces más grande. Vamos ver un pequeño y dulce glaciar, y algunas cuantas maravillas más. Me late el pecho porque todo lo que voy a hacer es la primera vez que lo hago. Mis compañeros y compañeras están sumidos en sus propios laberintos, lo que nos deja igual de solos y acompañados, en simultáneo. Nos cruzamos, nos preguntamos las cosas de rutina y “suerte, suerte”.
Mi guardapolvo me queda ancho de hombros y brilla el algodón nuevo. Yo doy vueltas en el laboratorio mientras los niños y niñas de quinto se van turnando para ver de cerca un grano de azúcar. No es mi primera clase, pero creo que es la primera en la que entiendo cabalmente todo lo que podemos hacer ahí. Observar, registrar, reflexionar, aprender. Los estudiantes parecen haber comprendido las consignas sin que tenga que reiterar tediosamente nada. Se mueven solos y solas, así se arreglan. Mi ayuda es natural. Intervengo lo justo, como para orientar. “Mirá acá”, “Girá este tornillo para enfocar, para tener más nitidez”. “Parece hielo”, me dicen. “Escribilo”, les digo. Y en una ficha dibujan y escriben hielos, glaciares en miniaturas, maravillas. Me paseo en zigzag por las mesas, hago unas fintas para esquivar a los pequeños que pasan sumidos en una hoja a buscar una mesa para volcar lo que piensan. Me detengo, levanto la cabeza. Todo funciona a tal punto, que no parece la clase de un principiante. Ese día, en un altillo donde estaba el laboratorio, en una escuela porteña, yo descubrí, sin querer, mirando un grano de azúcar, que mi guardapolvo me quedaba bien.

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