BOY, DE ROAL DAHL


Como un maestro titiritero, el viejo nos invita a pasar del otro lado del retablo. Nos ofrece las cuerdas que sostienen los inertes cuerpos de trapo y madera, el alma de gomaespuma de los muñecos. Nos hace, sin amplificación, las voces de sus personajes. En off, en crudo. No sabemos cuándo, en su pequeño montaje, notamos también que el titiritero es un monigote sujeto por varillas y cuerdas. Detrás de atrás, hay otro Roald Dahl, inaccesible.
Boy es una autobiografía, aunque el autor diga lo contrario: "Esto no es una autobiografía. Yo nunca escribiría una historia de mí mismo. Por otra parte, durante mis días mozos en la escuela y nada más salir de ella me sucedieron unas cuantas cosas que jamás he olvidado. Ninguna de estas cosas es importante, pero todas causaron en mí una impresión tan viva que ya nunca he sido capaz de quitármelas de la cabeza."

No hay un orden de importancia en su colección de historias, historias de castigos y travesuras, o viceversa. Casi que no hay núcleos clásicos o convencionales de una secuencia vital. Casi. Ordenamiento cronológico de los sucesos, sí. Historia de su padre y su madre, parvulario, primaria, secundaria, primer trabajo. Es imposible escindir de sus relatos la experiencia como niño, como rehén de una infancia marcada por los encuentros violentos con los adultos, sobre todo con los adultos en las instituciones: escuela, familia, hospital. Tiesos profesores, sádicos directivos, celadores tiranos, médicos de hielo, ridículos sargentos de caballería sin galones a la vista. Invariables temas, a la vez, en su narrativa infantil.
El castigo corporal y la asimetría entre el niño y el adulto, funcionan como sustrato de la narración que corre por los carriles de lo anecdótico. Asimetría acentuada en un sentido bastante gráfico: el niño pigmeo ante el gigante. Es en esa diferencia donde se constituye uno de los sentidos de su autobiografía. En la distancia que existe en todas las relaciones de poder.
Dahl nos muestra, como una zanahoria, la vida de un niño que se convertirá en el escritor de literatura infantil tal vez más influyente e internacional del siglo XX. Y vamos corriendo a ese corral, atrapados por el velo de los relatos. Nos hace pasar detrás de escena una y otra vez. Pero ya nos lo dijo -muchachos, muchachas-, “esto nos es un pipa” ­-perdón- “una autobiografía”. Nos deja picantes, y nos empieza a contar como lo fajaban los maestros del internado, nos dice incluso explícitamente: “Así se me ocurrió Charlie y la fábrica de chocolate”. Pero vaya uno a saber. Y ese yeite es lindo, el “vaya uno a saber”. Ese juego con los lectores y las lectoras es algo muy disfrutable. Decirnos que esto no es una autobiografía, y luego afirmar que “todas (las historias) son verdad” para meternos y sacarnos de foco, para desnaturalizar, para extrañar lo dicho.
Roald Dahl nos habla del oficio de escribir, sin querer, queriendo. Esa es quizá la más profunda de las verdades que narra en Boy. Cómo se hace… o cómo se hizo escritor a sí mismo.
El estilo nos sabe a whisky: seca, arde y revitaliza. Sin romanticismo, despojadas de ornamentos, las historias, los personajes, los paisajes están, quizá por eso, más que vivos. No hay purpurina ni lentejuelas: todo es muy galés, todo es muy noruego. La fascinación por los accidentes físicos, por los golpes y las mutilaciones se presentan en un plano muy objetual, sin psicoanálisis, sin diván. La vida está servida en bandeja, y vivirla duele, trae moretones. Y decirla, cura, quizá, contradictoriamente, borre también.
Resta decir que hay, en ese fango más tortuoso que algodonado, un diamante: la maestra de literatura que los reúne a él y a sus compañeros alrededor de un texto clásico de la lengua anglosajona una vez por semana, desenvolviéndoles un mundo que a Roald se le hace ineludible. Y a esto queríamos llegar, por lo valiosa que resulta la introducción de esa historia en la colección. Valiosa en especial para nosotros y nosotras, docentes, que de tanto en tanto se nos puede perder el hilo en la madeja de la realidad (y no es para menos), pero que, si lo recuperamos, recuperamos la identidad de nuestra tarea, nuestro fin ultimísimo. Que brille, entonces, esa seño, esa profe de literatura inglesa en la trama, nos reivindica, sin dudas en una estructura que muchas veces nos termina integrando, consumiendo o poniéndonos cuanto menos contra las cuerdas.  
Por lo demás, Boy es de lectura en hamaca paraguaya, poltrona o chimenea (si hay), o bondi de regreso, en especial, de regreso a casa.


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