Como un maestro titiritero, el viejo nos invita a pasar
del otro lado del retablo. Nos ofrece las cuerdas que sostienen los inertes
cuerpos de trapo y madera, el alma de gomaespuma de los muñecos. Nos hace,
sin amplificación, las voces de sus personajes. En off, en crudo. No sabemos
cuándo, en su pequeño montaje, notamos también que el titiritero es un monigote
sujeto por varillas y cuerdas. Detrás de atrás, hay otro Roald Dahl,
inaccesible.
No hay un orden de importancia en su colección de
historias, historias de castigos y travesuras, o viceversa. Casi que no hay
núcleos clásicos o convencionales de una secuencia vital. Casi. Ordenamiento
cronológico de los sucesos, sí. Historia de su padre y su madre, parvulario,
primaria, secundaria, primer trabajo. Es imposible escindir de sus relatos la
experiencia como niño, como rehén de una infancia marcada por los encuentros
violentos con los adultos, sobre todo con los adultos en las instituciones:
escuela, familia, hospital. Tiesos profesores, sádicos directivos, celadores
tiranos, médicos de hielo, ridículos sargentos de caballería sin galones a la
vista. Invariables temas, a la vez, en su narrativa infantil.
El castigo corporal y la asimetría entre el niño y el
adulto, funcionan como sustrato de la narración que corre por los carriles de
lo anecdótico. Asimetría acentuada en un sentido bastante gráfico: el niño
pigmeo ante el gigante. Es en esa diferencia donde se constituye uno de los sentidos
de su autobiografía. En la distancia que existe en todas las relaciones de
poder.
Dahl nos muestra, como una zanahoria, la vida de un niño
que se convertirá en el escritor de literatura infantil tal vez más influyente
e internacional del siglo XX. Y vamos corriendo a ese corral, atrapados por el
velo de los relatos. Nos hace pasar detrás de escena una y otra vez. Pero ya
nos lo dijo -muchachos, muchachas-, “esto nos es un pipa” -perdón- “una
autobiografía”. Nos deja picantes, y nos empieza a contar como lo fajaban los
maestros del internado, nos dice incluso explícitamente: “Así se me ocurrió
Charlie y la fábrica de chocolate”. Pero vaya uno a saber. Y ese yeite es
lindo, el “vaya uno a saber”. Ese juego con los lectores y las lectoras es algo muy disfrutable. Decirnos que esto no es una autobiografía, y luego afirmar que
“todas (las historias) son verdad” para meternos y sacarnos de foco, para
desnaturalizar, para extrañar lo dicho.
Roald Dahl nos habla del oficio de escribir, sin querer,
queriendo. Esa es quizá la más profunda de las verdades que narra en Boy. Cómo se
hace… o cómo se hizo escritor a sí mismo.
El estilo nos sabe a whisky: seca, arde y revitaliza. Sin
romanticismo, despojadas de ornamentos, las historias, los personajes, los
paisajes están, quizá por eso, más que vivos. No hay purpurina ni lentejuelas:
todo es muy galés, todo es muy noruego. La fascinación por los accidentes
físicos, por los golpes y las mutilaciones se presentan en un plano muy
objetual, sin psicoanálisis, sin diván. La vida está servida en bandeja, y
vivirla duele, trae moretones. Y decirla, cura, quizá, contradictoriamente,
borre también.
Resta decir que hay, en ese fango más tortuoso que
algodonado, un diamante: la maestra de literatura que los reúne a él y a sus
compañeros alrededor de un texto clásico de la lengua anglosajona una vez por
semana, desenvolviéndoles un mundo que a Roald se le hace ineludible. Y a esto
queríamos llegar, por lo valiosa que resulta la introducción de esa historia en
la colección. Valiosa en especial para nosotros y nosotras, docentes, que de
tanto en tanto se nos puede perder el hilo en la madeja de la realidad (y no es
para menos), pero que, si lo recuperamos, recuperamos la identidad de nuestra
tarea, nuestro fin ultimísimo. Que brille, entonces, esa seño, esa profe de
literatura inglesa en la trama, nos reivindica, sin dudas en una estructura que
muchas veces nos termina integrando, consumiendo o poniéndonos cuanto menos
contra las cuerdas.
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