Imagen: "Escuelita rural" Antonio Berni |
Quienes que se sientan en la última
fila del colectivo saben qué oreja se rasca cada pasajero, quién se duerme de
esperanza o de impotencia contra la ventanilla, quién lee Bestiario o dialoga con
sus propios fantasmas. Quienes eligen las últimas filas del cine conocen los besos
inaugulares de un film que nadie recordará o lo que beben los extras en el Café
de Rick o flashean con el movimiento browniano del polvo a través de la luz del
proyector. Los últimos o las últimas en el aula construyen muchas veces su mundo
secreto de cartas o de vergüenzas, de dibujos y de ecos, y pueden ver y oír
todo, como una partitura que sólo ellos comprenden y disfrutan. Por eso se
sientan lejos del pizarrón y de nosotros. Por ejemplo de este pizarrón donde
ahora escribimos “Verbo irregular”, el título de un poema de Roberto Santoro
que los y las estudiantes tienen en su carpeta con alguna mínima reseña
biográfica del autor y algunas consignas de lectura.
Son seis versos, tan sencillos,
tan complejos, que no podemos resistir el deseo de desmenuzarlos hasta el
hueso: “Yo amo/ Tú escribes/ Él sueña/ Nosotros vivimos/ Vosotros cantáis/
Ellos matan”. Para nuestros pibes y pibas, la irregularidad de los verbos
adquiere un extranjeridad tal que se nos impone la tarea de develar en dos o
tres ejemplos el misterio. “Caminar, es un verbo regular. Saber, es irregular”,
les explicamos –conjugación del paradigma presente de ambos verbos mediante- haciendo
uso del caso más próximo y vivencial de todos: “Yo sabo”. “¿Alguna vez escucharon decir este verbo así?” Se ríen
porque aún se les escapa cada tanto un “yo sabo”.
Ese verbo en la primera persona del singular en el tiempo Presente, los niños y
niñas pequeñas lo regularizan, cuando
en realidad la forma correcta es irregular: “yo sé”. Hablamos de raíz y
desinencia, como de objetos perdidos en el anticuario lingüístico de la morfología,
esa anatomía de la palabra, por no usar otras formas menos vintage como lexema o morfema. (Sospecho que la irregularidad y
regularidad de los verbos es un capricho de la historia y de los catalogadores
incansables de las cosas y las palabras).
Volvemos al paradigma de las
conjugaciones. Imaginamos el espacio que hay entre la primera, la segunda y la
tercera. El espacio físico que representan y referencian en relación al sujeto
de la enunciación. La primera persona soy “yo” y es la más cercana de quien
dice; la segunda es “vos” y está un poco más lejos; la tercera es “él” o “ella”,
y ya la distancia es más amplia… Recién, cuando tenemos todos esos ingredientes
bien maridados, nos mandamos a leer de nuevo el poema de Santoro. Analizamos
qué dicen las personas ubicando en paralelo los versos: primera del singular,
con primera del plural, segunda con segunda, tercera con tercera. La relación semántica
que establecen los verbos (Amar y vivir, cantar y escribir, soñar y matar) nos
abren los portales a una lectura o bosque cada más denso. Descubrimos una
jerarquía de sentidos que estaba allí como un pequeño regalo de la naturaleza.
Las primeras personas, “yo” y “nosotros”, son “del amor” y “de la vida”, las
segundas (nuestros amigos y amigas, por decir) “escriben” y “cantan”, las
terceras están más lejos: lejos porque “sueñan”, porque están en otro estado, o
lejos porque están en la vereda de enfrente, porque están del lado de la “muerte”.
Concluimos que todas las personas, salvo “ellos”, le hacen bien al mundo.
Volvemos a contextualizar el
poema en un momento histórico, así como la biografía del escritor (desaparecido
por la última dictadura militar en la Argentina) para construir un sentido
integral. Percibimos las relaciones entre vida, sociedad y literatura. Volvemos
a pensar en lo que se dice y en lo
que se quiere decir, pasamos por el
análisis estructural para sacar un significado que sobrevuele las copas de ese
bosque frondoso que es la poesía: sus raíces bien sujetas a la tierra
conectadas hasta con las últimas hojas de los árboles en un entramado de
significados que brotan ahora en sus ojos y en sus bocas. “Ellos matan, ellos
son los militares”, “Ellos destruyen”, etc…
Nos proponemos hacer el ejercicio
de, partiendo de una base formal, construir nuevos sentidos. Es decir, escribir
un poema de seis versos respetando el uso de la conjugación verbal en presente,
donde los cinco primeros versos, verbos y personas hacen algo muy distinto de
lo que hace la tercera del plural. Reconstruir un “nosotros”, que abarque a
todos y todas, opuesto al “ellos”.
Las manos se ponen raudas a
garabatear la hoja, y surgen los primeros bloqueos y preguntas, y repasamos la
idea de usar el poema como modelo, como guía…
Desde el último banco, mirando a
todos, a todas y a nadie, se levanta la voz de Manuel:
-Es decir- dice-, si este poema
lo escribiéramos desde la perspectiva de “ellos”, entonces debería empezar así:
“Yo odio”*.
Luego, deviene ese silencio que
nos da sabernos observados y comprendidos, más allá de nuestras propias
expectativas como docentes, silencio que a veces, como en este caso además es
acompañado por los niños y niñas que quizá sienten que querían decir lo mismo
que él o quizá un poco de admiración por haber descubierto un tesoro de
palabras, adentro de otras palabras. O quizá porque nunca se espera la palabra
que viene desde el fondo, y cuando llega hace sonar, como un viento, todas las
hojas del bosque.
*El poema completo de Manuel:
Yo odio
Vos destruís
Él apesta
Nosotros odiamos
Ustedes aburren
Ellos escapan
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