HATUEY Y LAS PALABRAS

Imagen: Busto de Hatuey en Baracoa, Cuba. Lo acompaña la leyenda: "Primer rebelde de América inmolado en Yara de Baracoa"

Buenos días, buenas tardes. Hoy no tenemos nada que festejar.” Así arranqué a decir lo poco que podía decir, con el sabor de saber que las masacres son en algún punto inefables y que el genocidio americano de los pueblos originarios suena raro en la lengua de los conquistadores. Esa idea, ese principio perseguía mis palabras en el patio: yo de pie frente los pibes, las pibas, las familias y docentes de la escuela en otro acto, en otro 12 de octubre.
“Todos los discursos sobran. Pero algo hay que decir”, pensaba minutos antes. O dejar que la sangre hable (no necesariamente los 4 o 5 litros de sangre que llevamos puestos), la sangre colectiva, digo, la que se siente en el pecho y en las raíces por haber nacido aquí. Porque hay que hablar, hablé para que no suene una tonta fanfarria de efeméride aggiornada. ¿”Respeto” hay que decir? ¿”Diversidad” hay que decir? ¿En serio, valen lo mismo que “matanza” o “genocidio”?
Entonces no preparé un discurso. Sino algunas notas, que igual (no me quiero hacer el superado, para nada) suenan a discurso.
Me toca hablar. “Buenos días, buenas tardes. Hoy no tenemos nada que festejar”. Nada. La Conquista Española y las conquistas que luego perpetraron los estados nacionales contra los pueblos originarios no se festejan. Me pregunto, acá entre nosotros, ¿se conmemoran? Alcanza con esa solemnidad de cementerio para aquellos y aquellas que no murieron de viejos o de viejas, exentos y exentas de entierro y de ritual, sino arrasadas, quemados, mutiladas.
“Buenos días, buenas tardes”. “En la Argentina hay un millón de personas que se reconocen parte de o descendientes de indígenas”, digo que dice el INDEC. ¿Será así? ¿Será el dato un reflejo fiel? ¿Este Estado puede decir algo sin pedir disculpas sin otorgar derechos y autonomías plenas a los pueblos que reclaman los derechos y la autonomía arrebatada a sangre, a hierro, a fuego? Es un dato, pero, ¿no será posible que haya tantos y tantas más que no se reconocen indígenas a fuerza de haber perdido su árbol de abuelos y abuelas en la misa obligatoria de la reducción o en el destierro forzoso? ¿Se preguntarán los niños y las niñas que me miran y me escuchan de dónde vienen sus ojos de achinados, su piel de barro y su pelo de noche cerrada?
Cito: la Constitución de 1853 supo establecer que se debía “conservar el trato pacífico con los indios y procurar la conversión de ellos al catolicismo”. Pienso en el Ejército Argentino degollando niños paraguayos en 1869, en la ¿Batalla? de Acosta Ñu, pienso en Domingo Faustino Sarmiento partícipe de esa guerra infame y en su odio visceral hacia el indio, en las campañas de Rosas y Roca. Pienso en la Iglesia y el Estado socios en la matanza, socios durante siglos, socios hoy. Pienso que no hay nada que reemplace la tierra usurpada, la vida arrancada de cuajo. Pienso en los pies de los guerreros calchaquíes forzados a caminar hasta la orilla de la pampa húmeda ¿Cómo se dice, cómo se “conmemora” eso? ¿Con palabras, en castellano se conmemora algo? ¿Se respetan los cuerpos de los vencidos si estando vivos sus descendientes en los montes talados y envenados de glifosato, en la magra tierra cedida por ley o por lucha sigue faltando la luz, el agua, el gas, la escuela, el hospital? Digo, ¿el artículo 75 inc. 17 se cumple?¿Alcanza a todas las comunidades o es letra muerta?

Algo digo. Hablo de la preexistencia, de los 12.000 años que se verifican en los sitios arqueológicos de Piedra Museo en las tierras patagónicas y de sitios más antiguos como el de Monte Verde en Chile con 33.000 años. Y vuelvo a los desiertos que configuró la historia oficial. Porque a pesar de las derrotas, ese colectivo de comunidades sigue aquí, y ahora miran, aunque no todos y todas se reconozcan de esa misma piel, de ese mismo árbol milenario.
Para el final de mis palabras me guardé un texto de Eduardo Galeano, que era otro texto del mismo libro en un principio, pero que al divisar entre los presentes al cura del barrio (cura que cada tanto aparece por la escuela invitado quizá por los feligreses de su parroquia o por el espíritu santo, vaya uno a saber) cambié por este: de título “Hatuey”*, que integra la colección Memoria del fuego. Se cuenta allí la historia de un jefe indio que al ser capturado por los conquistadores y ya atado a un poste al borde de la hoguera, recibe del sacerdote la “promesa de gloria y descanso eterno si acepta bautizarse”. Hatuey prefiere morir en el fuego que entrar en el cielo de los cristianos. Y con esas palabras, cerré las mías, algo acelerado el pulso, sabiendo que nos falta mucho como escuela para decir bien lo que hay que decir.
Al finalizar el acto, bailes y cantos muy bellos de los niños y niñas de la escuela mediante, una mamá se me acerca. Una mamá de mi grado. Ella vino de la capital del antiguo Tawantinsuyu a esta tierra de pampas y promesas de laburo. Pensé por un momento que mis palabras podrían haber ofendido, pensé que había hablado demasiado. Pero fue sólo escuchar:
-Maestro, ese libro suyo, el que leyó- refiriéndose al tomo de Galeano que yo todavía tenía en mis manos- ¿se lo puede prestar a Benja?

…y sentí que las palabras, incluso cuando uno anda reñido con ellas, saben hacer, entre otras cosas, justicia.

*http://memoriadelfuego.tumblr.com/post/54402762301/1511-yara-hatuey

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