ÉPICA DE BARRIO* (o de cuando los malos gobiernos quisieron cerrar escuelas y pisar el barro)



La heroicidad no siempre supone armaduras de metal, dioses enmarañados en los conflictos humanos, caballos, adargas, dragones. A veces, suceden males tan antiguos en sus orígenes como las pestes o las guerras, en nuestros propios jardines de cemento. A veces, lo héroes y las heroínas no tienen nombre ni apellido y se parecen más al barro que al bronce. A veces incluso la historia quiere justicia en sus aniversarios y se monta a caballo o corre para alcanzar los mismos sitios, las mismas horas en donde años atrás también se dio pelea. La historia nunca se repite, la memoria sí.
El cielo cableado, sin rutas de vuelo para querubes y grifos, se tiñó de gris plomo una tarde cualquiera, de un verano fresco como pocos otros de los que se tuviera memoria. Llovía sin pausa -sin dios del trueno, sin artificio- llovía porque sí: el clima pateó en contra otra vez. (En poco tiempo los protagonistas de esta historia recordarían que así había sido el cielo de las cuatro estaciones anteriores; cada vez que los males llegaban a rasgarles conquistas fue mojadura y frío en la calle abierta, donde se había marchado rotxs, pero de pie). El agua se filtraba por los pliegues del vestuario. (Hubo más de unx anhelando un pilotín esa tarde o un paraguas. Cigarros apagados por el aguacero, hubo). Pero los males no descansan, siempre tienen el sueño liviano. En su lengua, la palabra sueño no tiene equivalencias, se sabe. Lo dulce en sus bocas es vacío en las panzas de los que hacen el mundo y su futuro es sepia. Su riqueza, el revés de las grandes desdichas populares.
El jefe y sus asistentes se habían congregado en un barrio, a contar cómo serían los hombres y mujeres más felices mañana. Los escoltaba un séquito de nabos, su ganado cautivo, sus fieles corderos, oían lo único que querían oír, en un club de barrio al que se entraba con invitación previa. Tenían, aunque no lo sabían aun, una presencia disidente adentro del salón y puertas afuera.
Entonces aparecieron lxs que se parecen al barro, con sus voces que desvelan y revelan. (“Roncas”, dirían a la noche, antes de besar la frente de sus hijes, al borde de un cuento de hadas y de hados; “roncas” nos quedaron las voces de tanta injusticia, mi ‘hijito, mi ‘hijita). Con sus estandartes mojados, reclamaron lo más precioso: reclamaron la noche para cobijar a los pobres que habían decidido estudiar porque el día ya no alcanzaba entre changa y changa, reclamaron que no cierren las escuelas donde los que ya rodados por la vida elegían, igual, la vida como estrategia. Reclamaron fuerte, sin pausa, para poner los pelos de punta de un jefe sin pelos, para incomodar a las señoras y señores alelados por los dulces vocablos que caían de sus fauces agrias, para apretar el paso y las miradas de los secuaces de pantalón chupín y camisa celeste a los que se les aguaba el concheto mitín.
Los que se parecen al barro no callaron (y no lo harían nunca porque así estaba escrito en el libro de nuestra tierra, aquel que no se había hecho con tinta sino con sudor y lágrimas de voces muchas, de andares sin fin hacia un horizonte de panes) y corrieron por la vereda, de una salida a la otra de este club, en lo que parecía un tierno juego de rin rajes o manchas nada. En una puerta lo esperaban y en otra puerta también y en otra, al jefe sin melena, cuyo destino era sólo ese, al menos esa tarde, al menos esa tarde lluviosa en la tierra, en ese barrio, que fue de tierra hasta no hace mucho: escuchar, ese era su destino. El jefe eligió la salida. Entonces atravesó los estandartes maltrechos por la lluvia que le rozaron la calva, y las voces en cuello de los hombres y mujeres de barro, que le dijeron, le cantaron, le recitaron su reclamo sencillo: “¡No se cierran, las escuelas no se cierran!” (De regreso a sus moradas, en sus pasos sobre la baldosa aflojada y el charco, encontrarían el ritmo repetido de sus canciones, reverberando así en el suelo como en la testa).
El carruaje del señor jefe, que tenía cristales polarizados como sus propias verdades y pretorianos de gimnasio bien pago por guardia, debió quedarse a escuchar sin poder avanzar durante un rato largo las canciones del pueblo reunido en su territorio, la calle. Eran tantxs que las canciones se hicieron grito. Los cristales no dejaban salir ni el sonido ni la débil luz de adentro, pero dejaban entrar el hastío de los y las reunidxs. Llegaron entonces los refuerzos y las sirenas. Hicieron cordón para que el jefe fugue en silencio, arando. Pero a esta altura de la aventura se sabía algo: “no son dioses, no son invencibles, no son eternos” (Nadie lo diría, nadie que haya estado allí, pero esa voz treparía idéntica por los mismos conductos, hasta el corazón de lxs reunidxs). El carruaje detenido por la sola presencia de los cuerpos de barro en la calle, sin más que unos pocos y empapados trapos, y las voces inmanentes, hacía las veces de final y de principio. Como una ronda, hacía. Al fin las canciones se multiplicaron, los reclamos no fueron de un solo acorde, pues todas armonizaban.
El carruaje salió resbalando en agua y asfalto por una calle hacia Levante. Se vivía, se cantaba. Y se vivía y se cantaba por gracia y obra de la lucha misma, una tarde cualquiera, de un verano fresco, de un enero que no empezaba nunca.
¿Sabían acaso aquellos hombres y mujeres de barro que exactamente sesenta años atrás en aquel mismo barrio, a escaso metros de allí, 9.000 obreros y obreras estarían comenzando una toma histórica en los frigoríficos Lisandro de la Torre? ¿Sabían que durante horas dentro de un frigorífico tomado al que el presidente de aquellos años quería privatizar, los obreros y obreras resistieron al ejército y la policía? ¿Supieron acaso más tarde que mientras el jefe de la Gran Ciudad se refugiaba en su carruaje, seis décadas atrás por aquellos mismos días cuatro tanques avanzarían contra lxs trabajadores, contra el barrio entero, que ya era una barricada? Uno sin nombre que quizá ignoraba por igual las señales del cielo y de la historia, se alzó en un grito para reconciliar lo de ayer y lo de ahora: “¡Esto es Mataderos, carajo, no Recoleta!”.
La memoria, se sabe, tiene sus propias piernas, y con ellas alcanza a los caminantes que marchan, aunque estén desatentxs y abatidxs. Lxs agita, lxs llena de palabras muchas y de canciones. Nadie vio llegar a la memoria a zancadas aquella tarde en el barrio, quizá les niñes o los gatos a los que no les prestaron atención, supieron desde antes, que ella, la memoria, estaba allí también, agitando el viento.
Seguía lloviendo, sin pausa como había llovido todo el día. Entonces las voces de barro de los hombres y mujeres del barrio, en la coda de su larga e ininterrumpida melodía, entonaron un grito identitario que juntó, como junta el fuego. Y supo ser un fuego verde y negro como las casacas de lxs guachinxs, que ahora ocupaban el territorio, cantando y saltando de fiesta, ante la fuga del jefe: “¡Matadeeeeeros, Matadeeeeeros, Matadeeeeros, Matadé, Matadeeeeeros, Matadé! ¡Matadeeeeeros, Matadeeeeeros, Matadeeeeros, Matadé, Matadeeeeeros, Matadé!”  
Resonó así el final de esta jornada, en la calle, en fiesta de cuerpo presente. El sol que cogoteaba en Poniente, al fin y al cabo, comenzó a secar los trapos.


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